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Un tecnofuturo inespecífico y engañoso

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Ilustración
generada por IA

Los prebostes de la IA se muestran confiados acerca de la futura aparición de una inteligencia artificial general (IAG), cuyas prestaciones no sólo serían mejores que las de los actuales sistemas de IA generativa, sino que superarían a la inteligencia humana en una amplia variedad de tareas cognitivas. No hay, sin embargo, coincidencia en el plazo previsible, que el CEO de Nvidia prevé sea inferior a los cinco años, en tanto que Elon Musk lo anticipa para antes del final de 2025.

El fundamento de estos pronósticos es, como mínimo, incierto. Hoy por hoy carecemos de una definición consensuada de la inteligencia, como también de una descripción de la misma en términos traducibles a un lenguaje informático. No hay tampoco acuerdo sobre las características precisas de una IAG, aunque sí en que los actuales sistemas de IA generativa alcanzan sólo el primero de los cinco niveles (emergente, competente, experta, virtuosa, superhumana) que los expertos proponen como referencia. 

Resulta pues plausible que la programación de sistemas de IA que parezcan más inteligentes que los humanos requiera de un enfoque más científico que el de la IA generativa, cuyo funcionamiento, dicho sea de paso, resulta todavía enigmático incluso para sus creadores. Así pues, un pronunciamiento en el sentido que sea sobre la factibilidad de una IAG parece en buena medida el resultado de un acto de fe, más que de un argumento incontestable.

Si bien resulta prudente dejar que sean los técnicos los que lidien con las cuestiones relativas a la evolución hacia la IAG, no lo es confiar en su buen juicio acerca de las consecuencias sociales de sus inventos. OpenAI afirma que su misión es "desarrollar una IAG que beneficie a toda la humanidad". Pero la evidencia histórica apunta a que los avances tecnológicos sólo resultan en una prosperidad generalizada si van acompañados de decisiones apropiadas en los ámbitos económicos, social y político. Decisiones éstas que van mucho más allá de las que competen a una empresa privada. 

Demis Hassabis, que dirige el desarrollo de la IA en Google, va más lejos al afirmar que, a la vista de los retos a los que se enfrentan las sociedades modernas, "o bien necesitamos una mejora exponencial en el comportamiento humano, o bien un avance exponencial en la tecnología". Lo que, después de manifestar poca confianza en la mejora de la política, le lleva a concluir que es necesario un salto cuántico en tecnologías como la AI. 

Poco nuevo bajo el sol. Hace ya mucho que Langdon Winner previno de las carencias de cualidades políticas y sociales de los líderes tecnológicos. También de la advertencia de Peter Drucker de que lo que conforma una sociedad, y por tanto su bienestar, no son las nuevas tecnologías, sino nuevas teorías e ideologías y, sobre todo, nuevas instituciones. 

Es de prever que los gigantes tecnológicos no cejen en su empeño de aumentar las prestaciones de la IA. Aunque tal vez no lleguen a alcanzar el nivel de una hipotética IAG, es hora de afilar y defender las líneas maestras de cómo queremos que sea la sociedad en las que se inserten esas inteligencias digitales. Ello requiere ir más allá del debate acerca de los riesgos de las nuevas tecnologías. Obliga a superar la actitud pasiva que se limita a intentar prever el impacto de la innovación tecnológica, como si ésta evolucionara según una trayectoria predeterminada. Pasa por establecer un modelo democrático para la evolución de la IA.

Sabemos de las consecuencias de no hacerlo. La evolución de Internet durante los últimos treinta años ha resultado en una concentración injustificable de riqueza y poder, dejando de paso incumplidas muchas de las promesas depositadas en una hipotética y benéfica sociedad de la información. En tanto no experimente cambios significativos, la trayectoria actual de la IA conduce a un futuro que, retomando los calificativos que Manuel Castells aplicó al concepto de sociedad de la información, cabe considerar como "inespecífico y engañoso".